Era domingo, tenía 14 años y estaba obsesionada con ‘Blade Runner’. La pasaban en un cine chiquitito y no muy bueno, y ninguna de mis amigas –bastante más clásicas que yo en materia de gustos– tenía el menor interés en verla. Todavía era lo bastante chica como para lagrimear de decepción, y mi padre, que tenía dos empleos en esa época y solo descansaba la tarde de los domingos, se enterneció y decidió acompañarme. Fue una tarde increíble; todavía me recuerdo, sentada en esa sala con olor a humedad, mirando una de las mejores películas de ciencia ficción de todos los tiempos, y escuchando los ronquidos suaves de papá durmiendo su siesta dominical desde la butaca contigua.
Años después, cuando se estrenó the director’s cut del clásico, yo estaba por casarme, y a pesar de las emociones lógicas de una novia, seguía obsesionada con Blade Runner. El tema es que me casé un viernes, y el sábado a la noche estaba sentada en el cine con mi flamante esposo, viendo la nueva versión de la película. Mi ex –que evidentemente estaba muy enamorado– no se durmió como papá, pero estuvo muy cerca.
Ustedes dirán, ¿a qué viene todo esto? Es que leyendo esta excelente entrada en el blog del Solitario de Providence me vino a la cabeza como dos de los hombres más importantes de mi vida me acompañaron en mi frikismo y se durmieron a mi lado... o casi.
Me pregunto qué pasará con el próximo, ¿podré contar con que Ridley Scott siga sacando versiones de Blade Runner para probar su cariño o me tendré que resignar a perder ese barómetro?
Blade Runner, 1982