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jueves, 7 de marzo de 2024

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La puerta al infierno

 
A la vuelta de la escuela, a medio camino a mi casa, camuflada como una más de esas casas clásicas del Cordón, había una que llevaba al infierno. 

La casa tenía una puerta grande como la de una iglesia – o así me parecía desde mi metro veinte de altura- escalones de granito rojo y un zaguán oscuro con paredes de mármol negro. La madera de la puerta estaba enlutada por la edad y muy trabajada, con guirnaldas de bellotas y olivos entrelazados, pomos de bronce alisados por el roce y un buzón para el correo que parecía sonreír. 

Cuando la puerta estaba cerrada, la casa solo era una casa, y la puerta, solo era una puerta. Pero cuando estaba abierta, la perspectiva jugaba con las formas y dibujaba una cara grotesca que miraba desde el intrincado tallado, respiraba bronce y amenazaba oscuridad desde el zaguán. Cuando la puerta estaba abierta, la cara del diablo te miraba; y era necesario -imperativo- entrar. 

El desafío era acercarse, subir los tres escalones rojo infernal, adentrarse en la negrura, golpear la puerta del zaguán con la valentía de Orfeo, y a diferencia de él, salir corriendo sin mirar atrás. 

Nunca supe cuándo, cómo o quién inició la tradición, pero a lo largo de los años incontables niños se aventuraron esos tres escalones y par de metros de zaguán para tentar al diablo al salir de la escuela. Imagino que por eso estaba casi siempre cerrada. 

Hace un par de años volví a pasar por allí y muy a mi pesar, la casa del diablo ya no estaba. Alguien había borrado la mueca satánica y convertido la puerta en una entrada aburrida y estéril a un reciclaje como hay tantos en el barrio. Solo los escalones de granito rojo atestiguaban que allí había habido -alguna vez- una puerta al averno.

lunes, 4 de enero de 2021

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El fin del mundo

Ayer me di cuenta de que las cosas no van a volver a estar bien.

La ultima vez que me sentí así fue cuando mi exesposo me dijo que ya no me quería. Como si nada fuera a estar bien nunca más. Y sin embargo, estuvo. Costó, pero estuvo. No perfecto, no igual. Pero bien, y en algunos aspectos, hasta mejor. Otros todavía los extraño, aunque ya no lo extrañe a él.

Ahora vuelvo a sentir esa misma desazón y esa seguridad de que las cosas, como las conocía, se terminaron. Pero mucho peor. Porque ahora es mamá, y a ella no la puedo reemplazar.

Mi madre está muy enferma. O eso creemos. No sé. En una filosofía de vida que lleva sosteniendo treinta años, no ha ido al médico, no piensa ir, y – aunque lo hiciera – no piensa tomar ningún tipo de acción sobre su mal.

Entre el enojo porque esté enferma y el enojo porque no se quiere curar, me paralicé por mucho tiempo, hasta que acepté que es su vida y tiene derecho a vivirla – o no – como desee. No está senil, no es incapaz, no es boba. Es ella, y ella es así. Dándole un giro al dicho: “hay que querer(la) o reventar(la)”.

“El enojo es dolor,” me dijo mi amiga Eglé y me abrió los ojos –Eglé siempre me abre los ojos, desde los tiempos en que, como profesoras novata y experiente, compartíamos el aula.

Uno sabe que los padres se van a morir, es la ley de la vida. Es como saber que la Tierra es redonda; no lo cuestionás ni te lo planteás demasiado. Pero entonces te enfrentás a la posibilidad real de sus mortalidades y todo se da vuelta; la Tierra se aplana y estás navegando directamente hacia borde.


Ayer – ayer fue un día de epifanías – también me di cuenta de que estaba tan enojada y tan angustiada que no estaba considerando algo igualmente importante: mi madre está pilotando su propio barco con el mismo rumbo, derechito al fin del mundo. Y viaja sola, porque los que quiere estamos enojados con ella o tan enredados en la posibilidad de perderla que no dejamos de mirarnos el ombligo. Sola enfrentada a su propia mortalidad. 

Y no quiero que se sienta así.


No es fácil, pero estoy intentando.  Intentando que cambie de opinión y que saque la cabeza de la arena –porque es una lucha que no estoy dispuesta a abandonar– pero sobre todo, intentando entenderla e intentando aceptarla, y desenojarme. En fin, intentando acompañarla.


Es el fin del mundo, pero no tiene –tenemos– por qué vivirlo solos. 


P.D.: Shhhh, mamá no sabe que escribí esto. No me descubran. 

Es mi forma personal de terapia, pero si se entera, me mata. 

miércoles, 1 de julio de 2020

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Club de Detectives

Cuando era chica, tenía un Club de Detectives.

No sé de quién fue la idea, seguramente mía, que nunca fui muy normal. Pero lo cierto es que Enid Blyton y Malcolm Saville eran una constante en la biblioteca de varias niñas allá por los ‘80, y los misterios -reales o inventados- nos fascinaban.

Dos Claudias, una Andrea, una Patricia, a veces una Maité, y yo aprendíamos a diferenciar las huellas de pájaros en el terreno y encender fuego con dos palitos, arriesgábamos la vida escalando el pozo de aire de un edificio y hacíamos equilibrio en los pretiles de jardines encerrados. Todas cosas muy útiles, por supuesto, para niñas que vivían en el centro de Montevideo, rodeadas de baldosas y asfalto, con fósforos a demanda y ni una montaña a la vista.

Y sin misterios. Creo que lo más parecido a un hecho enigmático que detectamos fue la aparición periódica a los pies de un árbol de unos discos de vinilo rotos, seguramente más atribuibles a la censura de la Dictadura que a algún criminal ignoto.


Pero ¡cómo nos divertíamos! Entre las continuas mudanzas del club desde el sótano de las Rivero/Martínez al de los Cazarré, las recorridas por el barrio buscando misterios o las clases de detective que debíamos preparar para cada sesión del club, se ocupaban las vacaciones de invierno, los vientos de primavera y los sopores del verano.

Hoy, más cerca del otoño, espero que se concrete una largamente pospuesta reunión de detectives. Sin misterios.

sábado, 27 de julio de 2019

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Feliz cumpleaños, Alessa

Querida Alessa:

Parece mentira, pero hoy cumplís 18 años. Con tu hermana -siempre pronta- ya están planificando idas al casino y tatuajes familiares. Como lo mío es esto, yo pensé en escribirte una carta.

No me voy a poner a darte consejos, porque sería repetir lo que le dije a tu hermana en su momento (igual no te vendría mal leerlos). Tampoco quisiera caer en clichés maternales de que parece que fue ayer, cómo voló el tiempo, o cuán grande estás, pero bueno, todo eso es verdad. El tiempo voló, ya sos casi adulta, y realmente parece que fue ayer.

Recuerdo el día en que naciste, y la cara de tu abuelo cuando te vio por primera vez. “Es hermosa,” dijo suavecito, y te acaricio la mejilla – que ya se adivinaba casi transparente – con un dedo. Vos tenías los ojos muy abiertos, y aceptaste el cumplido como una reina. Y en ese momento se me fueron todas las dudas absurdas que había tenido hasta entonces; dudas sobre si iba a poder quererte tanto como a tu hermana, porque en mi total ignorancia, yo creía que el amor era finito y que mi cuota ya estaba asignada. Pero tal como cuando nació Elisa, mi amor por vos fue instantáneo, absoluto e incondicional. Creo que me creció un segundo corazón solo para vos.

Y acá estás, dieciocho años después, y te sigo queriendo tanto – o más – que entonces, porque ahora te conozco, y me gustás. La verdad es que me llena de orgullo la mujer en la que te estás convirtiendo. Sos apasionada y divertida, malhumorada, perseverante y original, dispuesta a enfrentarte al mundo por tus ideales (aunque no te animes a ir a la cochera de noche) y siempre dueña de la última palabra. Y cuando me miras con esos ojos enormes, los mismos con que miraste a tu abuelo, me veo en ellos.

No puedo esperar a ver lo que te depara la vida, ¡o lo que vos le tenés preparado a ella! De cualquier manera, va a ser un viaje espectacular, y espero seguir compartiéndolo contigo por muchos cumpleaños más.

Felices dieciocho, mi amor.



Mamá







PD: siempre vas a ser mi gatito.

PD2: hoy es día impar.



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