El saludo sonó sorprendentemente ensordecedor, a pesar de las múltiples conversaciones que se escuchaban en la playa y de no haber subido él la voz, pero sobre todo, a pesar de su intención de no escucharlo.
En vez de eso, ella estudió sus sandalias. Eran una preciosidad, con pequeños cristales y cuero dorado que se ajustaban encantadoras a sus tobillos. Se había enamorado de ellas a primera vista y las había comprado en un capricho, casi sin pensarlo... parecía hacer siglos. Movió un poco su pie para admirar la gracia de los tacos muy altos, la curva de la suela, el brillo del dorado... e hizo un gesto de disgusto; estaban cubiertas de arena, los tacos se habían enterrado a cada paso hasta llegar a la zona alfombrada. Realmente habían sido una muy mala elección para una boda en la playa. O una playa muy mala elección para una boda, reflexionó.
Notó que su acompañante se movía nervioso a su lado, y se levantaba a responder el saludo del recién llegado, para luego disculparse y alejarse en busca de refugio. Ella suspiró, pero siguió sin levantar la vista.
Su mirada vagó por la arena hasta centrarse en su calzado. Zapatos acordonados, negros, de cuero tan suave y estilo tan elegante que seguramente eran italianos. Se preguntó si era una condición innata a él ese elegir las cosas perfectamente apropiadas para cada ocasión. Ella no era así, sus razones para elegir ropa o accesorios eran totalmente antojadizas, dependiendo del momento y su estado de ánimo.
Esta vez controló un suspiro, pero cerró los ojos.
“Pensé que íbamos a venir juntos,” lo escuchó decir, y oyó a sus pies, en sus zapatos caros, moverse incómodos en la arena. Estaba tenso, se notaba – ella lo notaba, sin necesidad de mirarlo. Iban a venir juntos, sí, pero eso había sido antes. Antes de los errores, las dudas, las acusaciones. Decisiones equivocadas, cada una de ellas. Como venir a esta boda.
Después de unos segundos abrió los ojos, pero siguió sin moverse. Si reconocía su presencia debería hablarle, y si le hablaba, debería disculparse. Otra vez.
Su mirada volvió a sus zapatos. Le sentaban bien, bueno, al menos hasta que se perdían dentro de la tela gris de sus pantalones; casimir, excelente corte. Llegó hasta el evidentemente caro cinturón de cuero negro, a juego con los zapatos, y tuvo que esforzarse para desviar sus ojos.
“La ceremonia debe estar por empezar,” insistió él, su voz un estudio de tranquilidad. “Supongo que está algo atrasada nada más.”
“Algo atrasada, nomás,” repitió ella. “Claro.”
Él se relajó, como si sus palabras fueran todo lo que había estado esperando, y ella sintió un momento de fastidio. ¿Qué habría pensado? ¿Que no le iba a hablar siquiera? Casi sonrió al darse cuenta de que esa había sido su intención inicial.
“Mejor nos movemos, o no vamos a conseguir buenos asientos.” El hombre volvió a hablar, mientras alargaba su mano hacia ella.
Ella la miró por un momento. Tenía las manos grandes, con dedos largos, un vello suave y oscuro las cubría. Miró la manga, perfectamente planchada, de su camisa blanca y sorprendió a sus dedos deseando seguir el camino de su piel hacia el interior tibio del brazo. Tratando de controlarse, estiró la tela de su vestido, para ocuparlos en otra labor. Una distracción inútil, tuvo que reconocer; la sensación del satén bajo sus manos era voluptuosa, casi impúdica, pero no tanto como sabía que se sentía esa piel. Resignada, volvió a mirar la mano ofrecida y se obligó a tomarla, pararse y enfrentarlo. Fue todavía más difícil luego.
“¿Cómo estás?” logró preguntar, entrecortada.
Él sonrió. “Bien; estoy bien.”
De repente olvidados de qué estaban por hacer, ambos simplemente se miraron, congelados en el momento, como en una foto antigua; sin poder hablar, pero tampoco hacer nada más, ni siquiera despegar los ojos el uno del otro. Después de una eternidad de esa tortura, él se movió, y fue como un clic que los trajera otra vez al presente de esa tarde en la playa.
“Entonces, ¿vamos?” instó él, y ya no se lo adivinaba incómodo.
Asintiendo, ella se movió a un lado, con cierta torpeza sobre sus sandalias doradas de tacos muy altos que se enterraban en la arena, y advirtió que sus manos seguían unidas. Apresuradamente se soltó y se forzó a sonreír.
Él le respondió la sonrisa, y la impulsó suavemente, guiándola hacia las filas de sillas ordenadas para la ceremonia. Su mano en la curva de su cintura se sentía tan familiar que ni la notó en un primer momento. Levantó la mirada, sorprendida, solo para encontrarlo mirándola a su vez, los ojos brillantes, cómplices. Por primera vez su sonrisa no se sintió forzada o antinatural.
“Sentémonos; está por empezar” le dijo al oído, indicando con un gesto la plataforma donde el novio finalmente estaba tomando su lugar.
La mujer obedeció y él se acomodó a su lado, sintiendo ambos, al igual que ese novio acartonado y nervioso, que todo estaba por empezar; de nuevo.