Destiny with a sense of humor.
En vísperas de navidad, Jonathan Trager y Sara Thomas se conocen cuando intentan comprar el último par de guantes a la venta en Bloomingdale’s, iniciando así una noche mágica en Nueva York. Como Sara cree ciegamente en el destino, al momento de separarse, no lo hace sin originalidad: convencida de que las cosas si se tienen que dar, se darán, escribe su número de teléfono en la carátula de un ejemplar de ‘El amor en tiempos del cólera’ que Jon llevaba consigo, y el de él en un billete de cinco dólares, luego compra un diario con el billete y vende el libro en una tienda de libros usados. Ella cree que si el destino quiere que se vuelvan a encontrar, el libro volverá a él, o el billete llegará a ella. Desde ese día, Jon se dedica a ‘cazar’ el libro, para poder reencontrarse con quien él supone es su media naranja. Este es, en grandes rasgos, el argumento de la película ‘Serendipity’, con John Cusak y Kate Beckinsale, estrenada en 1990.
No conocía la palabra ‘serendipity’ hasta que vi esta película, pero quedé encantada con ella (la palabra; la película también me gustó, pero será mi brecha lingüística que me hizo enamorarme más de la palabra que de John Cusak, y eso es mucho decir). De acuerdo al American Heritage Dictionary, serendipity es: “una aparente aptitud para hacer descubrimientos accidentales afortunados” o “el hecho de dicho descubrimiento” (como encontrarte con el amor de tu vida tratando de comprar un único par de guantes), así que también me gustó su acepción; una palabra sonora y con un significado auspicioso... ¿a quién no le gustaría? Pero bueno, ahí quedó, en el área del cerebro que almacena palabras sonoras e interesantes.
Sin embargo, hace un tiempito descubrí que se usa esa palabra para denominar otra cosa, y a eso viene este escrito. No es extraño que comente en una de mis entradas cosas como: “Pero vieron como es esto, imposible quedarse quieto en un sitio con Internet...” De hecho, creo que suelo decirlo a menudo, y seguramente a ustedes también les pasa, empiezan a buscar algo y acaban llegando a sitios inesperados, por casualidad, pero que son tal vez más útiles que lo que estaban buscando en un primer lugar, ¿no es así? Pues bien, a ese fenómeno también se le aplica el término serendipity, o en un intento de traducción al castellano: serendipia o serendipidad (ninguna de las cuales está agregada al diccionario de la RAE aún, aunque sí aparece ‘serendipidad’ en el de Manuel Seco; personalmente, me gusta más serendipia).
La palabra original la acuñó el escritor Horace Walpole en el siglo XVIII a partir de un cuento persa: “Los tres príncipes de Serendip”. En el cuento, el padre de los príncipes los había enviado en un viaje de conocimiento por tierras lejanas, y a medida que viajaban, por accidente y gracias a su sagacidad, estos iban descubriendo cosas que no buscaban. Walpole encontró el concepto fascinante, y se puso neologista.
Alejándonos del cine y de la etimología del término, les diré que este tipo de descubrimientos ‘afortunados’ se reconocen sobre todo en el campo de la ciencia: es un ejemplo archifamoso el descubrimiento del principio de Arquímedes al sumergirse el susodicho en su bañera. Aunque, según Isaac Asimov, las palabras más auspiciosas y que auguran mayores descubrimientos en boca de un científico son: “qué curioso...” y no: “¡eureka!”. Otros descubrimientos atribuidos a la serendipia son: la teoría de la gravedad, la penicilina, las microondas, el pegamento de los post-it, el teflón y hasta ¡el dulce de leche!
De más está decir que con observar algo ‘curioso’ no alcanza; pasar de eso a un descubrimiento científico requiere de unos ojos sagaces y una cabeza atenta que no se conforme con solo observar sino que quiera entender, o, como lo dijo Louis Pasteur (mucho mejor que yo, por cierto): “En el campo de la observación, la suerte favorece a la mente preparada”.
Y volviendo a lo que inspiró esta entrada, el término serendipia se ha extendido fuera del campo científico para aplicarse también a esa cualidad que tiene la red de permitirnos movernos de aquí para allá y hallar joyitas por el camino, a ese: “mirá qué bueno esto, no tenía idea...” que nos decimos una y otra vez al tropezarnos con cosas nuevas.
Gran parte de lo que nos encontramos en la red se puede atribuir a la serendipia, y eso es bueno, quiere decir que leemos con atención, y que no estamos cerrados, que podemos cambiar de rumbo sobre la marcha, yendo hacia donde nos lleva la curiosidad, y tal vez descubrir nuevos destinos; nos pone en el grupo de las ‘mentes preparadas’ de Pasteur.
Con las nuevas tecnologías, la posibilidad de la serendipia crece de forma increíble: los buscadores, las redes sociales, los foros, los servicios tipo Zemanta (algo muy interesante que investigaré y si puedo les cuento luego), multiplican las posibilidades de hallar conocimiento sin buscarlo. Creo que voy a crear una etiqueta llamada serendipias para cuando me pase esto de ahora en adelante.
Desde que manejo la Internet – no hace tanto, la verdad– he encontrado que mis planes se desbaratan con mucha facilidad. Antes, solía planificar y fijar objetivos cuando me enfrentaba a una tarea, sabía qué tenía que hacer y tenía pensado cómo iba a hacerlo, y generalmente los resultados que obtenía eran positivos; pero, de vez en cuando, esa misma planificación, tan rígida, me limitaba. Ahora, muchas veces, después de elegir un camino a seguir, pongo punto muerto en la bajada, y veo a dónde llego. Se siente bien saber que hacer eso es aprovechar la serendipia potenciada de la red, y quién sabe, a lo mejor al final de la ruta, esperándome, esté John Cusak... ¿no?
Sara: You don't have to understand. You just have to have faith.
Jon: Faith in what?
Sara: Destiny