Hay momentos que quedan grabados para siempre, como tatuajes en el alma. No son demasiados, si lo fueran perderían fuerza, pero son los suficientes para saber que uno ha vivido, y vivido bien.
Mis hijas están creciendo. Una ya no vive conmigo, y la otra volará en pocos años, por eso atesoro cada momento de cotidianeidad que comparto con ella como lo que es, invaluable.
Ahora la miro, dormida a mi lado en el sofá, y me recuerdo sentada en este mismo lugar, tan claramente como si hubiera sido ayer.
Cansada de mamar, con la cabecita apoyada en el hueco de mi brazo, los ojos cerrados y la curva de una sonrisa borracha de leche asomándole en los labios, Alessa duerme. Una manito se escapa del rebozo, y sus deditos se extienden como rayitos de sol, antes de abrocharse alrededor de mi pulgar.
Recuerdo mirarla entonces y pensar lo mismo que ahora.
Esta niña está destinada a ser feliz.
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