Supongo que se habrán dado cuenta de que ando desaparecida. A veces la vida tiene la mala costumbre de interponerse entre el blog y yo, y ésta es una de esas veces. Hace un par de años me desaparecí un par de meses porque estaba demasiado feliz para poder escribir, ahora me tocó a estar demasiado triste. Ya se me va a pasar -todo pasa- y seguro volveré, mientras tanto, sepan disculpar.
No me gusta abandonarlos tanto, y como nunca se han quejado de que repita cosas, les dejo un cuento que escribí hace mucho -y por favor no me pregunten por qué elegí éste y no otro :)
Alquimia
Ella había decidido que quería que él la recordara. Eso fue lo primero, esa determinación. Después se dedicó a pensar qué quería que recordara. Era claro que no se iba a acordar de ella en su totalidad, la gente no se acuerda de todo de otras personas, aun aquellas que fueron importantes en sus vidas. Los rostros se desdibujan, las vivencias se nublan y confunden, los detalles se pierden. Uno recuerda partes del otro, a veces buenas, a veces malas; aspectos importantes o pequeñeces. La memoria es una cosa extraña: selectiva y caprichosa. A ella no le gustaba esa cualidad distraída de los recuerdos. Quería que él la recordara por algo que ella pudiera controlar.
Se paró frente al espejo, mirándose con cuidado. Lindo pelo, oscuro y brillante. Buena piel, suave – él siempre le había elogiado la piel. Ojos inteligentes, sonrisa abierta, boca sensual. Así la había descrito más de una vez. Giró despacio. Pechos grandes y pesados, pezones rosados; le gustaba besarle los pezones. Se miró bien, crítica. Era linda, sí. Pero no había nada demasiado especial, hermoso o destacable en su cuerpo. En realidad no le interesaba que recordara ninguno de esos rasgos en particular. Difícil que pensara en su boca cuando besara otra boca, o en su piel cuando sus manos acariciaran a una nueva mujer.
No. Tenía que ser algo diferente. Hay gente que comparte una canción, pero ella no era Ilsa ni él Rick. Tampoco tenían París. Ni siquiera Montevideo. Y la verdad era que no sabía si quería que la asociara con una ciudad.
Decidirse a construir una memoria no era algo fácil. ¿De qué cosas se acordaba la gente? ¿Qué disparaba un recuerdo? ¿Imágenes, sonidos, sabores, aromas…?
Aromas.
La torta de manzanas de la abuela, el humo de marihuana en los baños del liceo, la piel tabacalera de su primer amante, la pureza de sus bebés… su vida podría contarse con una sucesión de aromas. Nunca podría sentir alguno de esos olores sin remitirse al Original.
Decidir cuál sería su perfume fue fácil. Nada de flores: rosas, jazmines, violetas… no. No le gustaban los lugares comunes. Nada de maderas ni musgos, demasiado masculinos. Almizcle, pachulí, sándalo... muy dulces, no iban con su personalidad. No. A ella le gustaban los perfumes cítricos y livianos. Desvergonzados. A ella le gustaban los limones.
En el fondo de su casa infantil había un patio español, y en el centro, como en un altar de mayólicas, un limonero añoso. Lo tenía bien presente. Azahares en setiembre, ramas pesadas de amarillo en enero. Un limonero tan grande que tentaba a treparse, solo para detenerla las espinas. Recordaba los limones frescos en la canasta de la mesada, y en la garganta la limonada.
¿Qué mejor forma de grabarse en su memoria? Un aroma tan familiar y a la vez original. Lo imaginaba partiendo limones y pensando en ella, tal vez excitándose con el recuerdo. Sí, estaba decidido, serían limones.
Se puso en campaña con el mismo entusiasmo con que emprendía todos sus proyectos. Eligió el perfume más alimonado que pudo encontrar, consiguió aceites, cremas y jabones de la misma fragancia, y no usó ninguna otra. Ya había encontrado su perfume perfecto, y sin llegar a los extremos de Grenouille.
Cada vez que lo veía se preparaba esmeradamente. Al bañarse, extendía la espuma aromática por su piel, dejándola absorber la fragancia, y aspiraba profundamente ese aroma a limones que la trasladaba a los días de su infancia fresca y vital. Luego, aún húmeda, se aplicaba el aceite perfumado acariciándose como un amante amoroso y volvía a sentirse mujer.
Finalmente, se perfumaba. Perfumaba su piel allí dónde estaba más caliente y la sangre latía afanosa. Su nuca, detrás de las orejas, el pulso, la parte interior de sus codos y rodillas y el pliegue de su escote. Perfumaba su cabello, dónde nacía, y lo recogía para aprisionar la fragancia y soltarlo en el momento justo. Perfumaba su ropa y sus pañuelos. Hacía que su presencia se expandiera a su alrededor cual halo mágico y alimonado.
Se convirtió en experta en la alquimia del perfume.
Ella sabía que él lo apreciaba. Se le acercaba inspirando profundamente; le besaba la nuca y suspiraba. Más de una vez le había dicho que le gustaba su aroma, y mencionado los limones como una fruta tentadora. Y en el sueño se arrellanaba contra ella, sumergiendo el rostro en la almohada de su pelo.
Estaba satisfecha.
Una noche, después de una apasionada sesión de deporte sexual, se acomodó a lo india en la cama, contenta y serena. Tenía las sábanas enredadas en los muslos, el cabello largo cubriéndole el pecho y la boca ansiosa de algo fresco. Medio distraída, estiró una mano hacia el bol de cristal que tenía sobre la mesa de luz, tomó una frutilla grande y roja y la saboreó con gusto, como era su costumbre después del amor.
Era un ritual infaltable, las frutillas de ella y el cigarrillo de él.
Desde su lado de la cama, los ojos entrecerrados por el humo, él la miraba. Con un movimiento fluido que la sorprendió, le sacó la fruta a medio comer de entre los dedos, se la metió en la boca y la besó con ansias, embriagándose con ese cóctel de mujer y frutillas. Antes de que tuviera tiempo de responder el beso, él se apartó otra vez.
“Creo que nunca más voy a comer frutillas sin pensar en vos,” le dijo.
A ella la carcajada le salió del alma, tanto hacerle el amor a los limones y él la recordaría por las frutillas.
“Me parece muy bien,” le contestó risueña cuando pudo volver a hablar, mientras se lamía los dedos manchados de rojo, y con olor a limón, uno por uno.
The Boys tendrá un final muy loco
Hace 2 horas