La casa tenía una puerta grande como la de una iglesia – o así me parecía desde mi metro veinte de altura- escalones de granito rojo y un zaguán oscuro con paredes de mármol negro. La madera de la puerta estaba enlutada por la edad y muy trabajada, con guirnaldas de bellotas y olivos entrelazados, pomos de bronce alisados por el roce y un buzón para el correo que parecía sonreír.
Cuando la puerta estaba cerrada, la casa solo era una casa, y la puerta, solo era una puerta. Pero cuando estaba abierta, la perspectiva jugaba con las formas y dibujaba una cara grotesca que miraba desde el intrincado tallado, respiraba bronce y amenazaba oscuridad desde el zaguán. Cuando la puerta estaba abierta, la cara del diablo te miraba; y era necesario -imperativo- entrar.
El desafío era acercarse, subir los tres escalones rojo infernal, adentrarse en la negrura, golpear la puerta del zaguán con la valentía de Orfeo, y a diferencia de él, salir corriendo sin mirar atrás.
Nunca supe cuándo, cómo o quién inició la tradición, pero a lo largo de los años incontables niños se aventuraron esos tres escalones y par de metros de zaguán para tentar al diablo al salir de la escuela. Imagino que por eso estaba casi siempre cerrada.
Hace un par de años volví a pasar por allí y muy a mi pesar, la casa del diablo ya no estaba. Alguien había borrado la mueca satánica y convertido la puerta en una entrada aburrida y estéril a un reciclaje como hay tantos en el barrio. Solo los escalones de granito rojo atestiguaban que allí había habido -alguna vez- una puerta al averno.
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