Me bañé. Me hice un baño de crema en la ducha mientras escuchaba al chico de Ipanema en la radio online; no bailé, el piso de mi baño no es apropiado para tanta musicalidad. Cuando salí me negué a secarme, dejé un rastro de charcos con forma de pies en mi camino al dormitorio. Me puse crema de baba de caracol en las mejillas y frente, colágeno aclarante en las ojeras – herencia de mi sangre italiana, loción de té verde en el cuerpo, y extra humectante de cacao en los pies; tengo una reputación de piel de bebé que mantener, al fin y al cabo. Ah, y me envolví en colonia con aroma a limón.
Volví al baño, intentando no resbalarme en el piso húmedo, y ataqué los excesos empecinados de mis cejas con una pincita, me puse una mascarilla de limpieza en la nariz y crema depilatoria para el bozo. Mi pelo volvió a recibir atención: aceite concentrado para puntas de WonderTex, ¿se acuerdan cuando casi que era la única crema de enjuague que había?, y spray para peinar para un cabello más manejable y brillante – también me han dicho que tengo pelo de comercial de shampoo, son demasiadas reputaciones por mantener, me siento presionada.
Por fin me vestí. Medias de lana colorada hasta la rodilla, ropa interior de algodón, de esa finita de uso pero cálida, cómoda y holgada, mi camisón ‘diva de coro negro – perdón, afroamericano – estadounidense’, una mañanita que mamá me tejió cuando nació Ale para darle de mamar calentita, así no me mojaba la espalda con el pelo húmedo y me enfriaba, y pantuflas de jirafa, sí, de esas como las de niña, pero número 38.
Me sentía satisfecha, limpia, relajada y linda por venir. Es bueno mimarse, y si Cronos se empecina en que no lo haga él, ni modo, lo hago yo. ¿Y saben qué? Cuando volví al living y miré la estufa, estaba prendida.
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